Puedo escucharlo. Está en las montañas, en el
sonido del agua al correr por las laderas e incluso en el silencio del viento.
Sé que en algún lugar del valle se encuentra. Siento su respiración. Por las
noches, cuando la luna llena ilumina mi cabaña y mientras la nieve cae sobre mi
tejado, veo su sombra. Sus ojos oscuros se clavan en mi mirada, y aunque no
pueda verlos, siento que están ahí. Desde que era una niña, llevo escuchando la
misma leyenda. Esa de ese lobo que vive preso de su embrujo, oculto entre las
sombras del gran valle. Según cuentan, si le mantienes la mirada mientras
avanza como perro hambriento hacia a ti, puede hechizarte sin darte ninguna
opción a retroceder. Entonces, es cuando decide si devorarte o mantenerte bajo
su hechizo. Muchos aseguran que quién se tropieza con él y lo deja con vida,
acaba perdiendo la cabeza. Todos los que una vez han confirmado haberle visto,
viven escondidos a las afueras de este pueblo que brota como bola de nieve en
donde antes se conocía como la vieja Europa. Un lugar donde el sol a penas nos
roza y la lluvia moja constantemente nuestras calles. Ante todo, a pesar de ser
ese tipo de persona que nunca ha creído en fantasías ni en cuentos de hadas,
hace tiempo que presiento que el mundo no es un lugar donde podamos bailar
solos.
El sonido de una puerta al abrirse se escuchó.
-Meg, ¿te vienes a cenar? –preguntó una mujer
de cabello cenizo al entreabrir la puerta que daba a la habitación de la
muchacha.
-Sí, ahora voy –le contestó mientras intentaba
esconder con discreción una libreta que tenía en sus manos.
La mujer que vestía esa cabellera del color de
la sabiduría avanzó hasta ella para sentarse a su lado. Añadió una sonrisa y le
tocó la mejilla.
-¿Qué es lo que te preocupa querida?
-Nada… -respondió.
-Sabes que puedes contármelo –insistió.
Meg le abrió sus manos y le enseñó la libreta
que con tanto temor ocultaba.
-¿Me prometes que guardarás el secreto?
-Claro, chiquilla. Déjame verla –expuso con
cierta curiosidad.
La joven vaciló por un momento si debía darle
esa muestra de confianza, pero al final decidió que -por una vez- tenía que
dejar salir fuera toda esa inseguridad. Le puso la libreta sobre sus manos como
señal de que la abriera. La mujer lo fue leyendo, pasando las páginas con
inquietud hasta que llegó un momento en que prefirió no seguir avanzando en la
lectura.
-¿De veras que te planteas volver al gran
valle?
-Sé que crees que es una locura, pero créeme…
Sé lo que vi. Allí se esconde el misterio que durante tantos siglos llevan
ocultándonoslo –comentó emocionada, Meg.
-Ahora entiendo por qué estás aquí. Has
perdido totalmente la cabeza –dijo malhumorada la mujer. Se levantó y
angustiada fue hacia la puerta.
-Me lo has prometido –le recordó la muchacha.
Esto hizo que sus pasos parasen y se volviese
para mirarla. Tras unos segundos, siguió su camino y el rugir de sus sandalias
se perdió por el profundo pasillo.
Al cabo de unas horas, y después de la
esperada cena, Meg se tumbó en su cama. En el refugio, así es como lo llamaban,
se apagaron las luces y la chica sólo pudo observar el cielo que brillaba en su
techo. El frío de la noche la tenía desvelada y en su ventana caía los copos de
nieve, arrastrados por una turbia tormenta invernal. Meg juntó sus manos y las
llevó hasta sus labios donde les pudo ofrecer el cobijo de un soplo de aire
cálido. No sabía la forma de quedarse dormida e indagó en su extensa
imaginación. Cuando pensaba que el mundo iba a llevarle a un sueño profundo,
sus ojos se abrieron desorbitándose por completo. Tras su ventana el aullido de
un lobo hizo estremecer a la noche. Pegó un salto y salió de su cama para mirar
el paisaje. La tormenta se había calmado y las estrellas iluminaban el gran
valle. Un segundo aullido hizo que su corazón se revolucionase de una forma
sorprendente. Se llevó las uñas a su boca y las mordisqueó, inquieta. Sin hacer
ruido, se acercó hasta su armario, lo abrió y sacó una bonita capucha azul
fuerte. Fue hasta su mesilla y cogió una pequeña lámpara de cristal que
alumbraba gracias a una humilde vela blanca. Cogió dirección a la puerta, la
abrió con mucho cuidado y asomó uno de sus ojos por la abertura para ver si
había alguien en el pasillo. Tras unos segundos de vigilia, avanzó por él.
Llegó a las escaleras que daban a la primera planta. Las bajó con mucho cuidado
y caminó con una sonrisa en los labios hasta la puerta que daba a la libertad.
Puso una sus manos en el pomo y a su espalda escuchó el aura de una
respiración. Giró la cabeza muerta de miedo.
-Vas a ir al gran valle, ¿cierto?
La mujer de cabellos cenizos le había
descubierto.
-Por favor, no se lo digas a nadie…
La señora anduvo hacia ella y estiró el brazo
para tocarle una de sus mejillas. Meg, al sentir sus dedos, cerró los ojos,
dejándose llevar por su ternura.
-Chiquilla, ten mucho cuidado ahí fuera. Las
leyendas no son más que una realidad disfrazada por aquellos que no les
interesan que sepamos la verdad.
Meg abrió los ojos y la miró con lástima.
-No te preocupes, tendré cuidado –se volvió y
sacó de su capucha la libreta. Se la llevó hasta sus manos-. Quiero que la
tengas tú. Si algo me sucediese, sé que llevarás mis palabras al pueblo… Y la
leyenda se convertirá en realidad.
La mujer intentó reprimir una lágrima y añadió
una sonrisa. Le abrazó, tocándole el pelo con dulzura.
-Si en algún momento crees que estás sola y te
entra el pánico, recuerda que la luz de mi vela estará alumbrando para
protegerte allí donde vayas –citó emocionada.