
Puedo escucharte. Sé que entre la brisa que
vaina los árboles está tu mirada. Ahora me tienes aquí. Dime a qué hemos
venido. Quiero saber qué es lo que quieres de mí. Cada día cuando despierto
antes del alba intento pensar en la última vez que te vi; en aquella calle,
cerca de la parada de autobuses que siempre visito. No te voy a mentir, lo
primero que sentí al contemplar tus ojos grises fue un remolino plagado de
escalofrío. En ese mismo momento entendí que algo en mí habías despertado, así
como deduje que algo en ti también había visto un bonito amanecer. Tras unos segundos,
me quitaste la mirada, sonreíste y volviste a mirarme. Entonces, fue cuando
pude observarte bien: tu piel era blanca y pura, pero no como las demás… Era
diferente. Su color parecía dotar de vida a quien te rodeaba, llenando de una
emoción extraña el alma que llevamos dentro. Tu pelo cenizo como el lloro de
una tempestad desprendía un olor fuera de toda normalidad. Y fue entonces,
cuando llegó el autobús que tanto anhelabas que apareciese. También era el mío,
sin embargo, me quedé paralizada, hipnotizada al verte subir uno a uno sus
escalones. Al llegar al último de ellos, te volviste para mirarme. El frío
recorrió mi piel nuevamente y mi corazón se revolucionó. Y me di cuenta, tu
alma era diferente a la mía, a la de los demás. Se cerraron las puertas -y yo
aún congelada- vi como te marchabas. Tras unos minutos intensos y, expulsando
la niebla que dibujaba mi aliento, decidí correr tras él. No sabía por qué lo
hacía, ni siquiera entendía cuáles eran mis intenciones, pero una mirada me
bastó para volverme loca. Mis piernas empezaron a cansarse y pronto perdí el
rumbo de tu viaje. Me quedé desolada aunque sin perder la esperanza. Sabía que
algún día te iba a volver a encontrar. En una tarde de invierno, fría y con la
nieve vistiendo los tejados de las casas de mi pequeño pueblo, te volví a ver.
Al saber que habías sido descubierto, corriste a una velocidad inhumana hacia
el bosque. Te perseguí hasta que te perdí la pista. Me aventuré entre los árboles
donde se camuflan aquellos que huyen de su destino, y mirando hacia la nada te
estoy buscando. Cuento mi historia en voz alta para que puedas escucharme, para
que puedas entender que no tienes por qué tener miedo. Yo no te tengo miedo…
Quiero saber de ti. Deseo conocerte, al igual, que tú deseas conocerme. He
perdido mil batallas en cada paso que me ha brindado el tiempo, pero nunca he
perdido el volver a intentarlo. Eso nadie me lo puede arrebatar. Sé que estás
cerca, puedo escucharte…
-¿Cuánto de cerca? –dijo un chico de piel
blanca, ojos grises y pelo revuelto a su espalda.
Lorem se volvió asustada y respirando algo
alterada. En su interior estaba muerta de miedo. El chico se le acercó para
mirarla con más atención.
-Puedo sentir el miedo de los demás, ¿qué es
lo que te asusta?
-Nada... –contestó casi a susurros.
-¿Por qué me persigues?
La muchacha se quedó paralizada al escuchar la
pregunta.
-Nunca te he perseguido. Llevo tiempo notando
que, desde el primer momento que nos vimos hasta ahora, has estado vigilándome.
Como si quisieras confesarme algo, como si nos conociéramos en una vida pasada.
El joven soltó una carcajada sin quitarle la
mirada ni un solo segundo.
-¿Cómo te llamas? –quiso saber ella.
-No tengo nombre –respondió. La apartó y empezó
a caminar hacia las profundidades del bosque.
Lorem fue tras sus pasos sin saber realmente
qué era lo que estaba haciendo.
-¿Por qué siempre haces lo mismo?
Él se paró en seco, se volteó y arrugó la
frente, no tenía ni la más remota idea de a qué se refería.
-¿Por qué huyes? ¿Qué es lo que te sucede?
El joven se acercó a ella con expresión seria
y desconfiada. Se puso tan cerca que Lorem pudo sentir el humo de su
respiración. Ella le miró y mientras tragaba saliva se atrevió a desafiarle.
-Acaso… ¿Me tienes miedo?
El chico cerró su puño con mucha fuerza, pegó
un grito y se abalanzó hacia un árbol. Le dio con tanta fuerza que este cayó
quejándose con un tormentoso rugido. Lorem se tapó la boca con las manos,
expectante de lo que estaba sucediendo.
-¿Lo ves ahora? Soy un monstruo. No te
acerques a mí, no quiero hacerte daño –le confesó con los ojos llorosos y
temblando como si de un niño pequeño se tratase.
Lorem no podía negar que estaba asustada, pero
era muy consciente de que no veía lo mismo que él.
-No… -dijo sin más.
Él la miró, giró un poco la cabeza hacia un
lado, con los labios temblorosos y con
una lágrima cayendo por su mejilla.
-No eres un monstruo. Quien diga eso de ti es
que no te conoce.
-Tú no me conoces –le soltó arrugando la
nariz, muerto por dentro.
-Tus ojos no mienten, lo dicen todo. No eres
un monstruo.
El joven más calmado levantó su mano y la
acercó hasta los mofletes de ella. Fue, entonces, el primer momento después de
muchos miles de años cuando sintió lo que muchos llamaban cosquillas en el
estómago. Bajó su mano y aceptó en su interior que estaba lleno de miedo.
-Tengo que enseñarte algo –le dijo tocando su
muñeca-. ¿Confías en mí?