Nada más levantarme he sentido una emoción un tanto
agridulce en mi cuerpo. Hoy es el gran día. Ese día en el que me embarco en una
aventura de la que no sé nada. Tal vez por esto mismo, tengo esa sensación que
acorrala mi pecho y la que no me habla, simplemente aprieta con sus manos.
Cuando salgo de mi habitación, lo primero que hago es ir al
salón. En él están mis padres bebiendo una taza de café. Me siento a su lado y
les sonrío.
–Ha llegado el día –vuelvo a sonreír.
Mi madre emocionada, pero escondiendo ese sentimiento amargo
que le ha acompañado durante días atrás me contesta.
–Ahora es cuando empieza un nuevo camino y dejas ese que no
te estaba llevando a ningún lado. Ahora entras en ese momento donde atacan los
miedos y la incertidumbre… Pero también, ese momento que no debes
desaprovechar.
Me quedo pensativo por un momento y suelto un suspiro.
–¿Y si me estoy equivocando? ¿Y si simplemente estoy
siguiendo un impulso del que no estoy seguro? ¿Y si lo pierdo todo?
–¿Qué tienes que perder? –me pregunta, dejándome en
silencio–. Tu casa, tu familia, la vida que tan sólo estás dejando a un lado
para experimentar un nuevo ciclo de oportunidades, el mar, el acento que te
caracteriza… Todo esto seguirá aquí cuando vuelvas, nunca se irá, nunca lo
perderás.
La miro sin soltar ni una sola palabra. Nuestras pupilas se
observan cómplices.
–Si te escuchas bien, ese que está hablando no eres tú, son
tus miedos. Los que paralizan, los que se creen más importantes que la propia
vida, los que hacen que no tomes ningún camino y sigas en el mismo siempre. No
los escuches. Cuando quieran hablarte plántales cara tapándote los oídos.
–¿Y si aún así, logran que les escuche? –cuestiono
pensativo.
–Ignórales… –contesta mi padre mientras da un sorbo a su
café.
–Cuando llegan momentos de cambios en la vida, siempre dan
miedo, mucho miedo. Pero cuando esos cambios los estás creando tú, sé que dan
muchísimo más miedo, porque no los supervisas por más que quieras, porque no
tienes el control de lo que puedes llevarte por delante ni lo que dejas en su
sitio, porque vendrán otros que te ayuden a cambiar siendo inevitable
contenerse a la tentación y, sobre todo, porque a pesar de fomentar ese cambio
creyendo que sabes hacia dónde te diriges –en parte– estás algo perdido y sólo
buscas desesperado encontrarte. Encontrar eso que llevas tanto tiempo buscando
y que no te das cuenta que está más cerca de lo que crees –expone con sabiduría
mi madre.
Entonces, sigo con el desayuno y comenzamos una conversación
nueva, lejos de todo esto que se ha creado.
Pasan las horas, los minutos, los segundos y se acerca el
momento. Una de mis cuñadas es la que me lleva al aeropuerto en su coche. En él
me acompañan mis padres. Durante los veinte minutos que dura el trayecto, mi
cuñada colmada de esa energía optimista que le remueve por momentos me habla de
lo bien que me va a ir en Madrid, de lo mucho que aprenderé y de los sueños que
conquistaré. Cuando llegamos al aeropuerto no puede acompañarme dentro así que
se despide de mí, me da dos besos y me mira.
–Todo irá bien, ya lo verás. Mucha, mucha suerte y nos vemos
pronto. El tiempo pasa tan rápido que no te das cuenta. Disfrútalo –y me abraza.
Me ayuda a sacar las maletas junto a mis padres, y se mete
rápido en el coche. Puedo ver que se le han saltado las lágrimas y entiendo
perfectamente que lo más odioso de un viaje son las despedidas.
Entro junto a mis padres a la zona de facturación. Estoy
algo nervioso y muy triste. Era la primera vez que rompía con todo y me lanzaba
a una aventura de este tipo. Era la primera vez que sentía que no era la vida
la que me estaba dando órdenes sino yo el que se las daba a ella. Mientras
andaba la cola que se consumía lentamente, miro a mis padres, y les abrazo.
Toco los mofletes de mi madre emocionado.
–Voy a echaros mucho de menos. No sabéis cuánto…
–Nosotros a ti también –dijo con una media sonrisa–. Tú sí
que no sabes cuánto… –terminó con los ojos iluminados por esas lágrimas que se
abstenían a salir.
En ese breve transcurso de tiempo, llegó el momento de
facturar las maletas. Luego nos dirigimos a la zona de entrada a los arcos de
seguridad donde será esta despedida. Esa que no voy a poder olvidar.
–Bueno, no os preocupéis porque voy a estar genial. Madrid
sólo queda a dos horas y media de aquí, tampoco es para tanto. Además, seguro
que allí me encontraré con gente que me ayudarán a sentirme como en casa. De
todas formas, un año pasa volando. Lo intentaré disfrutar lo mejor posible, lo
exprimiré lo más que pueda y, por supuesto, os echaré mucho de menos –dije
sonriente y con el alma encogido.
–Tú disfruta, dalo todo, concéntrate en tu objetivo y no te
preocupes por nada… Aquí siempre te estaremos esperando –contestó mi madre. Me
abrazó y me dio un gran beso.
Mi padre se me acercó y me abrazó con fuerza, dándome otro
beso en el moflete.
–Aquí nos tienes para lo que sea –me dijo apenado.
Agarré mi maleta de mano y la arrastré hasta el arco de
seguridad. Al pasarlo, volví mi mirada hacia atrás y allí aún estaban ellos
mirando mi ida. Me levantaron la mano, despidiéndose. Les miré a sus caras y no
pude frenar esa lágrima contenida desde hacía tiempo. Estaban ilusionados como
yo por mi decisión, pero por dentro les comía esa pena que se siente cuando
algo de ti vuela sin saber cuándo volverá para darte de nuevo calor.
Después, lo único que pude sentir fue
incertidumbre, fuerza, dolor, tristeza, alegría, emoción y algo de esperanza.
Sí, esperanza por haber elegido el vuelo correcto.
