Cada noche el mismo temblor en los labios. La misma
sensación de sequedad en la piel, erizada, manchada por la caricia del pánico.
Todas las noches el mismo dolor en mi estómago al escuchar sus pasos, al ver
sus sombras… cada vez que me miran. Ellos dicen que no quieren hacerme daño,
que sólo quieren jugar conmigo y contarme un secreto, pero mienten. Mientras me
aferro con los dedos sangrando ante la presión que ejerzo sobre mi manta de
lunares rojos, la puerta de mi armario se abre, silbando en la silenciosa
oscuridad. Despertando a todos mis demonios, viendo como cada uno de ellos dan
un paso al frente –sin sonrisas, sin rostros– y con ojos moribundos. Mientras
que unos comienzan a jugar con mis muñecas, con mis peluches, con mis lápices de
colores… Robin se acerca a mí. No puedo dejar de temblar. Un escalofrío amenaza
mis pies, por culpa de los dedos de Alice. Me pone muy nerviosa que me haga
eso. Sin embargo, no puedo quejarme, estoy a sus servicios. Robin me aparta el
pelo que tapa mi oído para acercar sus labios hasta él. Cierro los ojos,
espantada, muerta de miedo, temiendo aquello que sé que me va a pedir. Mis ojos
sueltan una lágrima que se evapora al rozar mis labios fríos. Un suspiro de
niebla sale de mis pulmones y comienzo a temblar. No es nuevo, no es extraño.
Él empieza a murmurar y no soy capaz de entenderle. Mi corazón se dispara cada
vez más, mis pupilas se dilatan cuando logro escuchar sus escalofriantes
palabras.
–¿Qué…? –pregunto incapaz de aceptar lo que he entendido.
Robin me agarra la barbilla y me obliga a girar la cabeza.
No puedo mirarle aunque su poder hace que sea inevitable. Me lo repite.
–Mátales… O tú serás la siguiente.
Mi cuerpo empieza a temblar descontroladamente. Me
desvanezco en la cama bailando al son del zumbido de los latidos de mi corazón.
Mis ojos se vuelven blancos y por mi boca suelto un flúor baboso que cae por la
comisura de mis labios. La puerta de la habitación se abre y entran en mi
rescate. Todo se queda en penumbra hasta el más puro rugir de mis sueños.
Mi nombre es Clara, tengo once años y, ahora, miro desde la
ventana las montañas verdes que se dibujan cada día desde la enfermería del
orfanato en el que vivo, desde que puedo recordar. El viento suena con fuerza
en el exterior y los pájaros cantan como cada día, cada vez que ven el sol. Los
inviernos son duros y fríos, y es una suerte que un día como hoy se pueda ver
algo de luz en el cielo. A lo lejos, aunque no tan lejos, escucho el ruido de
la puerta de la consulta abrirse.
–Vaya, ya has despertado –me dice una voz varonil.
Sin mover ni un solo músculo de mi cuerpo, intento
pronunciarme, sin conseguirlo.
–Es normal que estés tan afectada… Pero ya sabes cómo es
esta enfermedad.
Le miré con desconcierto.
–¿Enfermedad?
El doctor tragó saliva después de un suspiro fingido.
–Entiendo que no es fácil. Eres una cría y los brotes son
cada vez más… –se colocó mejor las gafas, que se le caían hacia la mitad de su
enorme nariz–. Fuertes. ¿Por qué no te tomas la medicación?
–Sí… la tomo –bajé la mirada.
Él se acercó a mí, se puso de cuclillas y me miró a los
ojos. Negó con la cabeza.
–Si no la tomas, vas a ir cada vez más a peor. Tus ataques
serán más progresivos y puede… –agachó
la cabeza y tras unos segundos me volvió a mirar–. Llevarte a la muerte. Tal
vez la próxima vez no tengas tanta suerte.
–Sí, me las tomo –contesté con mirada desafiante.
El doctor se puso en pie y se rascó la cabellera mientras me
daba la espalda. Luego, apoyó su trasero sobre su escritorio, llevando su
mirada de vuelta a mí.
–Entonces –sacó de su bolsillo un tarro minúsculo alborotado
de pastillas–. ¿Por qué está lleno?
–No… No me hacen efecto –respondí con los ojos lagrimosos.
–Sólo llevas con la nueva medicación dos semanas, Clara.
Sabes que para que empiece a hacer efecto tiene que pasar cerca de un mes y si
no las tomas cuando tienes que tomarlas, no te harán efecto nunca.
–¡No me hacen efecto! –grité–. ¡No me hacen efecto!
Me empecé a acalorar y mi respiración empezó a alterarse. El
doctor se acercó a mí para tranquilizarme.
–Tranquila, sólo quiero ayudarte. Déjame ayudarte.
Le miré con unas lágrimas al borde del precipicio.
–No puede ayudarme…
–¿Por qué? ¿Por qué no puedo?
–Porque Ellos no
van a parar hasta conseguir lo que quieren.
–¿Ellos? ¿Ellos qué quieren, Clara? –preguntó desconcertado,
a la vez que intrigado.
Empezó a tocar mi mejilla con su mano, con cierta ternura. Le
miré fijamente a los ojos. Mis pupilas se engrandecieron, en el blanco que
bordea mi iris se dibujaron cientos de venas rojas.
–Que muráis.
El doctor dio un respingón hacia atrás. En su rostro se
podía apreciar el miedo que sentía.
Me puse en pie, algo o alguien tenía presa a mi alma. El
doctor caminó hasta la puerta de la consulta para abrirla, pero el cerrojo se
cerró. Sus ojos se llenaron de incertidumbre y movió la cabeza, negando lo que
acababa de ver. Cuando se dio la vuelta, no fue únicamente a mí a quién vio.
Una pandilla de diez niños y niñas estaban a mi lado. A mi izquierda se había
colocado Alice, la misma que cada noche me hacía cosquillas en los pies. Se
encogió de hombros, puso sus labios sobre mi oído, tapándolos con sus manos
frías y me confesó su más oscuro secreto. Miré al doctor, desbordando locura
por los poros de mi piel. Poco a poco nos fuimos acercando a él. Le rodeamos
hasta que formamos un círculo exacto.
–Clara, ¿qué está sucediendo? –dijo nervioso–. Diles que
paren… ¿Qué…? ¿Qué… qué quieren?
–Arrodíllese, doctor –ordené con una sonrisa macabra.
El doctor se arrodilló.
–¿Qué vas a hacerme? –sus labios temblaban sin control.
Puse uno de mis dedos en mi boca, decretando un silencio.
–Abra la boca.
–¿Qué…? –fanfarroneó desorientado.
–¡He dicho que abra la boca! –le abrí la boca, apretándole
con mucha fuerza sus mejillas. Sus labios seguían danzando sin parar.
Sobre su escritorio, en una lata de corte infantil, rebozaba
cientos de lápices y bolígrafos. Robin y sus amigos los cogieron, volviendo a
rodear al doctor. No obstante, esta vez se pusieron más cerca de él.
–¿De qué tiene miedo? –le pregunté apretándole con más
fuerza sus mofletes–. Lo vamos a pasar bien.
Los diez niños empezaron a jugar con el doctor, clavándole
sobre sus mejillas los lápices de colores, rotuladores y bolígrafos que
decoraban parte de su escritorio. Atravesaron de un lado a otro su boca, cruzando
su mandíbula. Tras un largo y doloroso sufrimiento, cayó sobre su propio charco
de sangre. Alice me miró aliviada, sosegada y con expresión heroica. Yo en
cambio no podía sentir nada. Ni alivio, ni decepción. Simplemente sentía que
era lo que tenía que hacer. Caminamos juntos hasta la puerta, la abrí y salí al
pasillo. Cuando la cerré a mi espalda, coloqué el cartel de “No Pasar”. El
mismo que muchas veces ponía en la puerta el doctor cuando le tocaba revisar a
sus pacientes.
Volví a mi habitación y me acosté sobre la cama. Miré al
techo oscuro. Éste empezó a colorearse de un rojo chillón, tan chillón que
parecía sangre. Mis pupilas engordaron una vez más, mis tímpanos rugieron hasta
que de pronto todo se calmó. Escuché el flujo de mi respiración acelerada. Me
toqué la frente, me erguí en la cama y me miré las manos. Había sangre en
ellas. Un grito escalofriante rompió el silencio. Aún recordaba lo que había
hecho. Sobresaltada bajé de la cama y abrí la puerta. Una de las trabajadoras
del orfanato pasó chillando frente a mí hasta que se perdió en la esquina del
pasillo. En pocos minutos, como unas veinte personas más le acompañaron
horrorizadas hacia la consulta del doctor. Salí corriendo hacia los baños y
cuando llegué a ellos, entré para desprenderme de la sangre que había quedado
en mis manos. Volví pasando desapercibida a mi dormitorio, oculta por el caos y
el miedo. Caminé hasta mi camina para recostarme en ella. En el vacío del valle
sonaban las sirenas de una ambulancia y de la policía. Interpreté las sombras
que deambulaban por debajo de mi puerta. Se estaban llevando al doctor en una
camilla. Pude notar el suspense de la imprecisión. También las de unas botas
que pararon frente a mi habitación. La puerta se abrió. Me senté sobre la cama.
–Acércate, pequeña –dijo un hombre de piel oscura, con placa
y uniformado–. Tenemos que hablar. Será sólo un momento.
Me levanté, crucé los brazos con desasosiego y fui hacia él.
Después de dos horas de interrogatorio no pudieron sacarme
ni una sola palabra de lo que pudo haber ocurrido en la sala de enfermería. El
policía que me interrogó acabó rendido y sin ninguna ficha que poder mover. Me
dejó un rato sola en la sala, pero yo sabía que no lo estaba. Miré al enorme
espejo que vestía el habitáculo y casi se me para el corazón. Ellos estaban ahí. Robin me sonrió y me
puso su mano sobre mi hombro. Me susurró…
–No pueden hacerte daño.
Le miré aterrada. La voz del policía y una matrona del orfanato
entraron en contacto con el aire que se arrastró hasta mis oídos. Pude
escucharles tras el espejo que recorría la sala.
–No tenemos ninguna prueba de que esta cría haya hecho algo
así –comentó contrariado.
–Esta niña era la única que estaba con él. No pudo haber
sido nadie más –dijo enfadada.
–No tenemos nada que le señale –añadió una vez más el
policía.
–¡Cómo que no! ¡Y toda esa barbarie qué es! –alzó la voz,
cabreada.
–Sólo en uno de ellos está su huella… En los diez restantes
no hay huellas de nadie.
La matrona se echó la mano a la boca.
–¿Cómo… cómo puede ser? –se preguntó así misma.
–Lo siento, pero ella no es la responsable –concluyó él.
La noche había llegado y el viento también. En los
cristales, los gritos desesperados de los muertos vagabundos se escuchaban. No
se veía nada más que mi reflejo. La luz estaba encendida. Por el pasillo, la
voz de la matrona se perdía entre las habitaciones. Mandaba a dormir y a apagar
la luz. Necesitaba ir al baño, pero sabía que si lo hacía, ella se enfadaría.
Me metí en la cama, haciendo caso a lo que exigía. Cuando llegó a mi
dormitorio, me hice la dormida. No se molestó en mirar si así era. Cerró con
cierta delicadeza la puerta y se esfumó arropada por la soledad del pasillo.
Abrí los ojos, me levanté y fui hasta la puerta. La abrí. Salí al pasillo y,
muy sigilosa, caminé hasta los aseos. Entré en ellos y me senté sobre el primer
váter que encontré. Mi vejiga se alivió aflorando en mí una sonrisa. Cerca del
inodoro –desde unas rendijas minúsculas– escuché el dolor de unos niños. Me
limpié rápido, no tiré de la cadena para no levantar sospechas y me agaché
hasta quedarme casi pegada a las rendijas. El sonido de un azote tintineó. El
chillar de un alma inocente también. Me incorporé asustada, abrí la puerta del
lavabo y mi corazón se paralizó. Ellos
me esperaban frente a los lavabos. Empezaron a rodearme y a acercarse cada vez
más a mí. Mis piernas empezaron a temblar al son de mis manos. Mis pupilas se
engrandecieron y de blanco a rojo se transformó la estampa de mis ojos.
Sobre una fría pared, cuatro niños de diferentes edades,
posaban sus manos. Sin camisas y con cientos de arañazos sobre sus espaldas,
intentaban aguantar un dolor insoportable. La matrona les fustigaba sin pena y
gloriosa, marcando en sus labios una sonrisa de insensatez. Se sentía bien. Se
sentía importante. Aliviaba sus condenas y su vida hecha añicos con el alcohol.
Una botella de vodka que ahogaba su rabia tambaleaba sin peso alguno ante cada
línea recta que dibujaba en la espalda de los críos. Había una colección de látigos junto a un sin
fin de cd colgados sobre la pared del sótano.
–¿Os gusta? –preguntó acercando su babosa boca a la cara de
uno de los niños–. Esto os ocurre por no hacerme caso. ¡Cantad mamones! –dijo
mientras les fustigaba una y otra vez. Los niños comenzaron a cantar doloridos.
El cristal roto de su botella de vodka chirrió al chocar con el suelo.
Enseguida se giró para ver por qué se había caído. Soltó una carcajada de
sorpresa.
–¿Qué haces tú aquí? –se rió con más fuerza–. ¿Quieres
unirte a la fiesta?
Caminó tambaleándose, acercándose hacia mí. La miré seria a
los ojos y arqueó las cejas.
–Qué coño te pasa en los ojos… ¿Estás endemoniada? –comentó
con ese aire burlón que le caracterizaba.
–Marchaos –dije, mirando a los niños.
–Eh, eh… de aquí no se marcha nadie –contestó con autoridad.
–Marchaos –volví a repetir.
Los niños me hicieron caso y corrieron escaleras arriba.
–Puta del demonio –una nueva carcajada lanzó desde su
garganta–. Qué bien me lo voy a pasar contigo.
Un ruido de desorden se escuchó desde la pared donde
refugiaba sus látigos. La matrona miró con algún que otro tropiezo de sus pies
torpes.
–¿Qué has hecho…? –me miró antes de acabar con la pregunta–.
¿Con mis látigos?
Sonreí arrastrando mi lengua por los labios. Levanté mi mano
y con un dedo negué.
Sus piernas se doblaron, quedando de rodillas en el suelo.
Un grito de dolor estremeció al mismo sótano.
–¿Qué ha sido eso? –preguntó aturdida–. ¿Qué me has hecho
pequeña zorra?
Volví a sonreír.
–No he sido yo.
A su lado, formando un círculo exacto aparecieron Ellos con los látigos en sus manos.
–¿Qué coño…?
Comenzaron a enredarlos en su cuello mientras iban cantando
una canción infantil. Las cuerdas de los látigos fueron atravesando la piel del
cuello de la matrona. Sumida en un trágico dolor, fue casi consciente cómo una
parte de su cuerpo se iba desprendiendo de la otra… hasta que se quedó sin
ella. Robin, Alice y los demás cuando terminaron me señalaron los cd que
decoraban el sótano. Volví de nuevo a mí, volví a ser yo. Mis ojos mudaron a su
estado normal. Me acerqué hasta uno de ellos y lo cogí. Cerca había un
televisor con una ranura, caminé hasta él e introduje el cd. Se encendió y se
empezó a visionar una grabación. Era el doctor en su consulta. Le miraba la
fiebre a una niña, de más o menos mi edad. Él le estaba ordenando que se
quitase la camisa para inspeccionarle la espalda y cuando así lo hizo, con
varias vueltas de esparadrapo, encerró su boca para que no chillase. La tumbó
sobre la camilla y empezó a besarla. La niña se intentaba defender, pero no
consiguió quitárselo de encima. El doctor empezó a abusar de ella sin control.
Le vi su cara y me quedé en estado de shock. Era Alice. Las lágrimas empezaron
a caer por mis mejillas. Quité la mirada.
–Por favor… no quiero ver más –casi no podía mover los
labios para hablar. Estaba horrorizada.
Robin se acercó a mí.
–Tienes que matarlos a todos, Clara –me reveló–. Libera a
estos niños de aquí. No dejes que hagan lo que hicieron con nosotros… O sino tú
también serás parte de nosotros.
Ellos tenían razón
y sabía qué era lo que tenía que hacer.
A medida que fueron pasando los años, el orfanato se fue
quedando sin trabajadores. Todos fueron muriendo de forma extraña y macabra.
Nunca las autoridades han encontrado al responsable o responsables de esos
crímenes. Al cabo de unos pocos años, se cerró para siempre. Algunos niños
fueron enviados a otros orfanatos, mientras que otros fueron acogidos por
familias. Fui una de las afortunadas en encontrar una familia que me acogió.
Eran unos padres fabulosos y tenían una hija que me trató enseguida como una
hermana. Un día, en épocas navideñas, vino a visitarnos su abuela. Era una
arpía despiadada. Su cara de bruja le delataba. Nunca me tragó, ni yo a ella.
Vino más veces a la casa hasta que quiso quedarse unos días con nosotros. Ella
no sabía que me habían hablado de ella. Fue una de las pioneras del orfanato
donde me crié. Hizo cosas horribles a niños inocentes. Una vez más, Ellos tenían razón… y sabía qué era lo
que tenía que hacer.